comienzos de los años 70, en el Royal Free Hospital de Londres, el psiquiatra británico Gerald Russell recibió a una paciente diagnosticada con anorexia nerviosa. Pero al tratarla, Russell descubrió que sus síntomas no coincidían con los criterios de diagnóstico de la anorexia. Durante un puñado de años, a esta primera paciente se sumaron un par de docenas más de casos en la misma situación: se trataba de mujeres que presentaban extrañas conductas de atracones seguidos de purgas. Russell entendió que estaba frente a un nuevo trastorno aún no definido por la medicina. En 1979 publicó en Psychology Medicine un estudio sobre estos casos a los que en adelante se referiría como Bulimia Nerviosa. La bulimia ganó mayor legitimidad diagnóstica cuando fue incluida en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales.
En los años siguientes la propagación de la bulimia en Europa y EEUU fue abrumadora, sobre todo en mujeres jóvenes universitarias. El trastorno se infiltró luego en las escuelas secundarias, combinando atracones con fármacos para adelgazar y dietas ultra restrictivas lo que formó un combo explosivo. Pero la enfermedad, que consistía en unos pocos casos aislados, de pronto y velozmente llegó a todos los rincones del mundo.
En un reportaje realizado en 2017, Russell reflexionaba sobre ese volumen de casos tan descomunal y su propia responsabilidad en esto, dado que, si el número de pacientes era tan alto como se estaba detectando luego de su descubrimiento, la patología debería haber llamado la atención mucho antes. En efecto, el descubrimiento de Russell compilaba menos de 30 casos a lo largo de unos años, pero luego de la publicación del artículo se convirtió rápidamente en un fenómeno pandémico que afectaba a 30 millones de personas. En el reportaje, el psiquiatra llegaba a durísimas conclusiones en las que llamaba la atención sobre los sucesos que producen los contagios sociales y la imposibilidad de controlarlos.
¿Pero cómo llegó a convertirse en contagio social un trastorno cuyo descubrimiento sólo se había publicado en una revista científica? Según reflexionaba Russell, la difusión de los síntomas en revistas femeninas populares sumada a la proliferación de los datos entre la comunidad médica, fueron una combinación explosiva que aumentó los casos de bulimia, que en cierta población vulnerable se convirtió en una nueva estrategia para controlar el peso. Esta idea de que los medios de comunicación tienen responsabilidad en los contagios sociales ha sido muy estudiada, pero achacar a la comunicación de masas la propagación de una enfermedad es una visión miope, si no se atienden también a los cambios que se producen dentro de la comunidad de diagnosticadores, de la industria sanitaria y en la sociedad en general. Medio siglo después, el mundo se enfrenta a la proliferación de otro trastorno cuyos alcances y consecuencias apenas estamos empezando a vislumbrar. De nuevo es la población de mujeres menores de edad la más afectada. Pareciera que somos una sociedad que no cuida a sus niñas.
Hace pocos días se publicó el caso de una joven argentina que se arrepintió de su “cambio de género” cuando era menor y que culpó a sus padres por haberlo permitido. Cuando era una adolescente expresó que quería cambiar de género porque se sentía más cómoda comportándose y vistiéndose como un varón. Sus padres, perplejos, se opusieron inicialmente pero luego acompañaron su transición. El Estado argentino le permitió cambiar su nombre en su documento de identidad y su título secundario fue emitido con el nombre de varón que había elegido. Tiempo después se dio cuenta que no se sentía a gusto y culpó a sus padres de haberle permitido el cambio de género cuando era menor de edad, sosteniendo, además, que portar un nombre masculino le provoca «un agravio espiritual» que afecta a su vida en todos los sentidos. ¿Quién es responsable por el agravio espiritual de esta joven? ¿El Estado? ¿Los psicólogos que la trataron? ¿Ella? ¿Los padres? (recordemos que, en casi todo occidente, la ley condena a los familiares que no apoyen las medidas y tratamientos de “reafirmación de género” de los niños).
Otro caso paradigmático es el «Molly» una niña canadiense que pasó por múltiples enfermedades y afecciones psicológicas y que en su adolescencia les dijo a sus padres que era transgénero y cambió su corte de pelo, comenzó a usar prendas que le aplanaran los pechos, etc. Sus padres, también perplejos, la acompañaron a una cita en una clínica de género en la que, luego de una consulta de media hora con un asistente obtuvo el ingreso para comenzar con un tratamiento de inyecciones de testosterona. En la clínica también le aconsejaron una doble mastectomía. Cuando los padres expresaron sus dudas sobre lo que estaba ocurriendo, el personal de la clínica les explicó que su rol en adelante era afirmar los deseos de su ‘hijo’ y buscar su propio terapeuta.
El desconcierto de los padres de Molly y de la joven argentina se reproduce en muchos otros ejemplos. El creciente número de adolescentes que buscan una reasignación de género ha preocupado a muchos científicos dado que, en todo el mundo, el número se ha disparado y abundan cientos de historias desgarradoras. A lo largo de los últimos años se les ha dicho a los familiares de los niños que ingresan a tratamientos trans, que oponerse a tales tratamientos e incluso no apoyarlos abiertamente podría exponer a sus hijos al suicidio. En ambos casos, los padres querían evitar el sufrimiento de su hija, tal como los medios, los médicos y la sociedad decían que debían hacerlo. Los padres de Molly sólo expresaron temor por los efectos secundarios de la testosterona respecto de las patologías médicas y sobre cómo afectaría la salud mental y física de su hija y le rogaron a la joven que esperara un poco antes de someterse a procesos irreversibles.
Pero cuando Molly comenzó la universidad, y se fue alejando de la compañía de sus padres, todo empeoró y al poco tiempo fue ingresada de urgencia a una sala psiquiátrica por volverse violenta. Cuando sus padres llegaron al hospital, la joven los culpó del incidente porque no habían apoyado su transición. Lo cierto es que Molly había comenzado dos semanas antes con las inyecciones de testosterona, y había cambiado su nombre e identificación de género, gracias a un terapeuta de afirmación de género de su universidad. Pocos meses después se sometió a la mastectomía, se convirtió en «Max» y volvió a su casa paterna para el postoperatorio. Pero Max no alcanzó la felicidad con su nuevo «yo auténtico» y permanecía aislado, hosco y temeroso. A su condición psicológica se sumaron cuestiones físicas relacionadas con el tratamiento de inyecciones de testosterona y ya nunca más se sintió en condiciones de regresar a la universidad. Su vida y la de su familia se transformaron en un calvario.
Según la Agrupación MANADA de Argentina, compuesta por madres de adolescentes con disforia de género, el cambio de género se da en mujeres en el 90% de los casos. La agrupación hace hincapié en la tendencia dominante según la cual, sin síntomas de disforia previos, de la noche a la mañana, las adolescentes empiezan a decir que se sienten varones. Una década atrás, la disforia de género que se presentaba por primera vez en la adolescencia era prácticamente nula en las mujeres. Mayoritariamente, la disforia de género femenina aparecía por primera vez en la primera infancia, generalmente entre los dos y cuatro años.
Sin embargo, actualmente existe un número cada vez mayor de jovencitas en los servicios de identidad de género para una reasignación de sexo. El estudio publicado por el portal de investigación médica llamado Dos años de servicio de identidad de género para menores: sobrerrepresentación de niñas con graves problemas en el desarrollo adolescente describe a los solicitantes de reasignación de sexo, legal y médica, en términos de variables demográficas, mostrando cómo el número de derivaciones superó las expectativas en base a parámetros epidemiológicos. Las niñas estaban notablemente sobrerrepresentadas entre los solicitantes, pero los síntomas no se ajustan a los aceptados para un menor con disforia de género.
En la última década, el número de derivaciones a servicios de identidad de género para menores y adolescentes ha aumentado en todo el mundo, pero se ha generalizado una nueva forma de disforia de género, en la que adolescentes se identifican como transgénero sin que existan antecedentes en su historia clínica infantil de incomodidad con su sexo. Michael Bailey, PhD, profesor de psicología en la Universidad Northwestern ha publicado un estudio en el que sostiene que estamos frente a un fenómeno diferente, al que llamó “disforia de género de rápida aparición”. Bailey sostiene que: «Es un fenómeno socialmente contagioso, que recuerda a la epidemia de trastornos de personalidad múltiple de los años 1990». Se trataría de una especie de contagio social en el que los jóvenes llegan a creer que son transgénero influenciados por sitios de redes sociales que exaltan los beneficios de ser trans. Incluso se ha observado un patrón en el que grupos de adolescentes conectados entre sí experimentan en conjunto el fenómeno, mostrando tendencias culturales que relacionan los desafíos del desarrollo directamente derivados del sexo y el género.
Rápidamente, organizaciones del colectivo LGBTQ+ se quejaron de la investigación de Bailey y escribieron una carta a la editorial Springer Nature, en la que acusaron a la revista de publicar investigaciones cuestionables y solicitaron que el director fuera «reemplazado por un editor que tenga un historial demostrado de integridad en asuntos LGBTQ+ y, especialmente, en asuntos trans». La controversia alrededor de la teoría del contagio es un debate abierto que, a pesar de la omnipresencia de la «cuestión trans» en el debate público y en la legislación, la cultura y la vida política, no tiene difusión en los medios ni lugar en el espacio académico salvo marginalmente.
Es cierto que pocos meses atrás, distintos estudios han demostrado la inconsistencia, falta de transparencia, peligros y aberraciones de los tratamientos de cambio de sexo y, en consecuencia, los gobiernos que más impulsaron estas intervenciones comenzaron a virar sus posturas prohibiendo ahora lo que promocionaban antes. Pero estos años de locura no serán inocuos ni gratuitos, los daños causados merecen una discusión sobre el rol de esa pinza conformada por redes sociales, medios de comunicación, comunidad educativa, médica y científica. Respecto de la política, es necesario abandonar toda esperanza, la comunidad política baila al son de cualquier moda, por más aberrante que sea, sin ser alcanzada nunca por la menor consecuencia. Y si bien crecen las voces que denuncian la naturaleza contagiosa del fenómeno, la inercia social y cultural respecto de los tratamientos en menores y las narrativas sobre “las infancias trans” siguen su curso a un ritmo escandaloso, abonado por la imposición del lobby político que fue, en gran medida, el causante de la autocensura en la comunidad médica.
Tiempo después de los acontecimientos que arruinaron la vida de Molly, sus padres reflexionaban sobre la posibilidad de que su hija creyera que era trans como un mecanismo adaptativo para lidiar con su ansiedad, y que esa creencia fuera reforzada por el ecosistema de redes sociales, la narrativa en el ámbito universitario, el accionar de terapeutas y de proveedores de tratamientos de género que la alentaron pensar que una transición era la clave para ser feliz. Y que una vez que hizo la transición, el mismo ecosistema la convenció de que esa felicidad no llegaba porque el mundo la odiaba porque era trans.
Esta paradoja es palpable en muchos sentidos: actualmente, mientras los servicios médicos y los gobernantes empiezan a modificar la doctrina sobre la transición de género en menores, (y en consecuencia a poner en jaque a la narrativa que inspiró aquella doctrina), en el mundo cultural y educativo esta narrativa sigue viento en popa, ignorando la abrumadora cantidad de casos trágicos que se acumulan mientras estas niñas crecen y se transforman en adultas. Las consecuencias de ser una sociedad incapaz de cuidar a las niñas no tardarán en llegar.
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