Diario conservador de la actualidad

El que escandalice a uno de estos pequeños que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar. Si tu ojo derecho te induce a pecar, sácatelo y tíralo. Más te vale perder un miembro que ser echado entero en la “gehenna”. Si tu mano derecha te induce a pecar, córtatela y tírala, porque más te vale perder un miembro que ir a parar entero a la “gehenna”.

miércoles, 11 de diciembre de 2024

Mis profesores sabían que yo era un mal estudiante, por Itxu Diaz

 Acabo de ver que había puesto un post repetido, así que os dejo otro muy ameno

El año que empieza el curso escolar recuerdo que fui un pésimo estudiante en el colegio hasta que llegué a la universidad y por fin pude estudiar lo que quería. La razón fundamental fue el desinterés y mi afán juvenil de luchar contra la injusticia. Consideré que la mayoría de las asignaturas eran demasiado poco atractivas para mis estándares de diversión —esencialmente, fútbol, ​​rock y poesía— y me parecía injusto que los profesores obligaran a un chico enamorado de las humanidades a aprender fórmulas matemáticas, así que ejercí mi derecho a la huelga académica.


Nunca me puse nervioso en un examen, porque los nervios, como el sudor, me parecían algo muy mundano.


En otras palabras, yo sacaba malas notas en matemáticas por puro activismo, no por falta de habilidad; mi profesor, un viejo sabueso, no compartía esta opinión. Pero lo cierto es que me ofendía si alguna vez conseguía aprobar un examen de ciencias, tanto como no podía evitar sacar las mejores notas de la clase en filosofía, literatura y demás. Tal vez estas confesiones de un mal estudiante ayuden a algún chico incomprendido de hoy.


A pesar de todo, nunca hice trampa, salvo una vez. Una de las lecciones que consideraba estúpidas, teniendo atlas y mapamundis en casa, era memorizar las ciudades de mi país, así como los países y capitales de lugares a los que nunca irás, a menos que estés prófugo de la justicia.


Como además Dios no me bendijo con buena memoria, cuando llegué al examen final copié todas las respuestas del examen de mi compañero de pupitre, que era un tipo que parecía querer ser geógrafo o algo así, porque si no, no se puede entender su empeño en memorizar el hecho de que la capital de Mozambique es Maputo, la de Botsuana, Gaborone, y la de Tayikistán, Dusambé.


Yo era un gran estudiante de latín, quizá porque ansiaba leer los clásicos en su lengua, y un pésimo aprendiz de todas las demás lenguas. Lo único que me gustaba de las ciencias naturales era que la profesora nos dejaba fumar en el laboratorio (¡en aquella época éramos tan libres!) y que asistíamos a clase bajo la mirada desafiante de un lince disecado que presidía la estantería. Cuando me cansaba de soportar mi hora de clase de ciencias, miraba al lince y pensaba: “pobrecito, sufre ocho horas de clase al día y ni siquiera puede protestar”. Eso me hacía sentir mejor.


Me interesaba más la poesía del Siglo de Oro español que sus aburridos análisis morfológicos, que me sonaban a querer aplicar algo tan tedioso como las matemáticas a la hermosa herramienta del lenguaje escrito, para echarla a perder.  (LEER MÁS de Itxu Díaz: El cambio de voto de Cheney no significa nada)


El dibujo técnico y yo éramos incompatibles: reunía lo peor de las matemáticas y lo peor del dibujo. Había que aplicar fórmulas absurdas, estaba prohibido hacer bocetos a mano alzada, que es lo único emocionante del dibujo, y había que ayudarse de más herramientas de las que se necesitan para poder realizar una cirugía a corazón abierto.


Especialmente odiosa era la brújula, además de extremadamente peligrosa, es increíble que de todas las cosas que nos legó la Antigua Grecia, los profesores eligieran obligarnos a comprar ese horrible artilugio, en lugar de, no sé, la Odisea de Homero . En cuanto al resto, a mi profesor de dibujo no le gustaba que tachara cosas, y sinceramente, soy escritor, mi vida consiste en tachar cosas todo el tiempo.


Nunca me puse nervioso en un examen, porque los nervios, como el sudor, me parecían algo mundano. Nunca llegué puntual a clase, a menos que me gustara la materia, y de una manera un tanto incomprensible me gané el cariño de la mayoría de mis profesores, tal vez porque sabían que yo no había nacido para la disciplina académica, y que mi paso por aquellas aulas era algo pasajero, algo así como un trámite burocrático, antes de dar rienda suelta a mi verdadera vocación: catador de ron. 


Hace poco volví a mi colegio y encontré que la mayoría de las cosas que antes nos divertían ahora están prohibidas: ya no se puede fumar a escondidas, ya no existe el bar donde íbamos a comprar dulces y, durante el recreo, ya no se puede mover el autito de la secretaria de su lugar de estacionamiento (a veces me pregunto cómo carajo habríamos podido levantarlo entre seis chicos para colocarlo veinte lugares más adelante).


Ahora los profesores no pueden tirarte la goma de borrar a la cabeza (la profesora de Literatura ostentaba el récord mundial de precisión en la categoría de Goma de borrar y en la categoría de Llavero, que es más sangrienta), ya no puedes colarte en la escuela para jugar al fútbol cuando está cerrada y necesitas más documentos firmados para salir durante el horario escolar que para hacer un viaje transatlántico con una mochila llena de plutonio.  (LEER MÁS: La segunda venida de Ronald Reagan )


Tuve una profesora de español que me dijo, cuando tenía 10 años, “llegarás lejos”, y tuve una profesora de física y química que me dijo “nunca llegarás a ningún lado”. Lo sorprendente es que, al final, ambas tenían razón. 

https://spectator.org/my-teachers-knew-i-was-a-bad-student/


martes, 10 de diciembre de 2024

Ayuso, Santo Tomás y la inmigración, por Juan Manuel de Prada

Han causado gran revuelo unas declaraciones recientes de Isabel Díaz Ayuso, sobre la inmigración. A la consabida reacción aspaventera del negociado ideológico de la izquierda, que ha hallado en Ayuso su némesis particular (o sólo la carnaza que mantiene apretadas las filas de su parroquia, según conviene a la demogresca), se han sumado también popes mediáticos del negociado ideológico de la derecha, que han considerado «inaceptables» sus declaraciones, por «introducir diferencias entre las procedencia de unos inmigrantes y otros». Ayuso, en efecto, afirmó que «no es lo mismo un tipo de inmigración que otra»; y, refiriéndose en concreto a los inmigrantes hispanoamericanos, señaló que «es evidente que hay unas culturas con las que tenemos una integración muchísimo mayor» porque «rezamos la misma religión [sic], tenemos la misma raíz, hemos crecido juntos y tenemos la misma cultura». Aunque añadió que «hay personas excepcionales que vienen de Marruecos, que vienen de Palestina»; es decir, personas procedentes de culturas menos afines pero merecedoras también de hospitalidad.


Por supuesto, Ayuso no se abstuvo de trufar sus declaraciones con los consabidos disparates marca de la casa que hacen las delicias (y los espumarajos) de sus detractores. Pero el escándalo lo suscitó que «introdujera diferencias» entre los inmigrantes según su procedencia, que es exactamente el mismo que propone Santo Tomás de Aquino cuando en la ‘Suma teológica’ establece nítidamente las obligaciones de la hospitalidad, pero también sus límites (S. th., I-II, q. 105, a. 3.). Santo Tomás también consideraba que «no es lo mismo un tipo de inmigración que otra», recordando que «las relaciones con los extranjeros pueden ser de paz o de guerra». Las intenciones de los inmigrantes, en efecto, pueden ser pacíficas u hostiles; y es plenamente legítimo que la nación que los recibe rechace –como medida de legítima defensa– a aquellos inmigrantes que cobijen intenciones hostiles (considerando como tales no sólo las intenciones estrictamente criminales, sino en general las intenciones contrarias al bien común de la nación que los recibe). Sospecho que a esto se refería Ayuso, en su retórica remangada y expeditiva, cuando hacía hincapié en la necesidad de ‘integración’; pues, como liberal de pata negra y defensora a ultranza de la libertad negativa, hablar de ‘bien común’ le provoca sarpullidos (tal vez, incluso, le suene a comunismo).




Santo Tomás, una vez hecha esta distinción entre inmigración amistosa y hostil, se detiene a discernir tres tipos de inmigrante pacífico: quien pasa por nuestra tierra en tránsito hacia otro lugar; quien viene a establecerse en ella como forastero; y quien quiere incorporarse por completo a la comunidad, «abrazando su religión». Como ya hemos explicado en otro artículo anterior, es precisamente el indiferentismo religioso en el que chapotea Occidente lo que convierte en irresoluble el problema inmigratorio; pero resulta muy revelador que Ayuso intuya –siquiera brumosamente y en revoltijo– este problema, cuando defiende la integración plena de quienes «rezamos la misma religión». 

Para los dos primeros grupos, Santo Tomás considera que debe usarse la misericordia, siempre que asuman las obligaciones y responsabilidades que les corresponden; pero no se les debe otorgar la ciudadanía (o nacionalidad). Para quienes deseen incorporarse por completo a la nación que los recibe «abrazando su religión», Santo Tomás juzga prudente –aunque no fija ningún criterio taxativo– no concederles la ciudadanía hasta la tercera generación, para que se pueda comprobar fehacientemente que están «arraigados en el amor del bien común» de la nación que los recibe. Además, el Aquinate apostilla que no todos los extranjeros deben ser tratados de igual manera, sino que conviene examinar su grado de ‘afinidad’ con la nación que los recibe. Y pone como ejemplo de ‘afinidad’ la que los hebreos del Antiguo Testamento tenían con los idumeos, con quienes los unían vínculos de sangre (pues eran descendientes de Esaú, el hermano de Jacob). Evidentemente, este criterio de ‘afinidad’ tiene fácil aplicación en el caso español, que es precisamente la que Ayuso defiende en las declaraciones que han provocado tanto escándalo: en efecto, los inmigrantes oriundos de la América hispánica deben tener preferencia sobre los inmigrantes procedentes de otros pueblos menos afines.



Santo Tomás, por último, hace una última precisión, referida a las personas procedentes de naciones poco afines, o incluso enemigas, que «podrían ser admitidos en la asamblea del pueblo, por dispensa y en premio de algún acto virtuoso, como los israelitas hicieron con el general Aquior, jefe de los amonitas que intervino ante Holofernes en apoyo a los judíos, o con la moabita Ruth». También esta salvedad la incluía Ayuso en sus declaraciones, refiriéndose a esas «personas excepcionales» que llegan a España procedentes de culturas poco afines. La presidenta madrileña, en fin, realizó unas declaraciones muy sensatas que siguen casi al dedillo las recomendaciones del Buey Mudo. Que tan sensatas declaraciones hayan provocado escándalo no sólo entre los jenízaros del negociado ideológico de izquierdas, sino también entre algunos popes mediáticos de la derecha, prueba que nuestra generación ha extraviado por completo la cordura, gangrenada de ‘virtudes locas’ e ideologías mefíticas. Como señalaba Will Durant, «una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde dentro».

https://noticiasholisticas.com.ar/ayuso-santo-tomas-y-la-inmigracion-por-juan-manuel-de-prada/



lunes, 9 de diciembre de 2024

Ir al grano

 Significa ir a lo importante.  No perderse con florituras. Supongo que tengo ese defecto y por es no sé escribir relatos. Sólo hablo de lo que pienso.

Pienso lo que digo y escribo lo que pienso. Eso me ha traído muchos problemas en la vida pero creo que ya es muy tarde para cambiar.

Más sobre el coronavirus:https://cesarvidal.com/la-voz/editorial/editorial-el-congreso-de-los-estados-unidos-revela-la-verdad-sobre-el-coronavirus-05-12-24

sábado, 7 de diciembre de 2024

El machismo de los delines, por Itxu Díaz



¡Vuelven les galles que violan a les gallines! ¡Paren las rotativas!, si se me permite el grito boomer. Leo en El País que los delfines no son «las criaturas adorables que hemos visto en los documentales», que hacen «juegos siniestros» como el pase de pelota con pez globo —siniestro, sí, pero la estampa me parece divertidísima—, o incluso acosan en manada «y fuerzan a las hembras de su especie», que es buen matiz, porque no quiero ni pensar la que se puede liar si intentaran forzar en manada a las hembras del hipopótamo.

Lo mejor de la noticia, que no es noticia, son los tuiteros de última hornada denunciando que el patriarcado de los hombres, o sea, los que somos violadores en potencia según el feminismo gagá, se ha contagiado incluso hasta el reino animal de los simpáticos delfines, como si fuera una pandemia, como la de la estupidez que arrasa Occidente.

Es claro que la izquierda millenial, es decir, el progresismo despistado, ha descubierto algo terrible, algo que hace que el mundo nunca pueda volver a ser el que era, algo definitivo —léase deletreando—: que la naturaleza es salvaje. Disney, nunca te lo perdonaré. Lo que aprendería alguno pisando, siquiera una vez en su vida, la España rural durante un rato y dejando de pontificar sandeces desde la moqueta.

Simpatizo más con el animalista que disculpa las cabronadas del escorpión, del oso o del tiburón, sabiendo que responden a una comprensión limitada de lo que ocurre en su entorno, que no poseen la capacidad de obrar en conciencia, que para bien y para mal actúan según un código donde la moral no puede existir, que con el que se empeña en humanizarlos hasta el ridículo, esperando que el escorpión mueva la colita sin picar para un video de TikTok, que el oso se siente a la mesa con la servilleta anudada como un collar, y que el tiburón acaricie contento al bañista con su tierna aleta; es más, creo que estos últimos faltan al respeto a los animales, tratando de equiparar la audacia instintiva de la hiena con la condición presumiblemente humana de, por ejemplo, Pedro Sánchez; un respeto a las hienas.

Son tiempos de irrealidad, de amor incondicional a las crías de los animales y desprecio incondicional a los bebés humanos, tiempos de inevitable péndulo, de la euforia de la liberación ambientalista a la depresión de envejecer repletos de botox, pero tan sólo rodeados de gatos. Tiempos de vivir para acariciar un ternero recitándole poemas de amor, y de manifestarse para exigir el derecho de ver morir a otro bebé en el vientre de su madre, que ya hasta organizan festivales de abortos en los mítines de Kamala Harris, haciendo reír entre vómitos de odio a Satanás, anticipo de que lo vendrá si gana el discurso de la, ejem, alegría.

En la era de ver el mundo al revés, henchidos de desprecio a Grecia y Roma y los sabios de ayer, al humanismo cristiano y hasta lo que era ética progre hace menos de un siglo, una alarmante cantidad de votantes no comprenden que lo típicamente animal es el crimen cuando no lo hace un trigre o un buitre, según nuestros estándares de lo que está bien y lo que está mal, y de lo que es legal o no lo es, si bien los políticos se han encargado de hacer que bien y legalidad ya no viajen precisamente en pareja.

Es el animal sin razón el que da rienda suelta a su instinto más primitivo y se acerca a los crímenes más horrendos cuando se trasladan de la piel del delfín a la piel humana: ni se le puede exigir conciencia a las bestias, que gracias a Dios sólo atienden la llamada de un instinto, sonrío incrédulo al tener que escribirlo, ni se le puede admitir falta de autocontrol para evitar el mal al hombre. Ah, espera: ni a la mujer. Dios santo, no me acostumbro a escribir en estos tiempos de quiebra intelectual.
https://gaceta.es/opinion/el-machismo-de-los-delfines-20240905-0500/

viernes, 6 de diciembre de 2024

El peso de las palabras

Son muchas las formas en las que se puede volver tras una ausencia. En silencio. A gritos. Taconeando o de puntillas. Es posible hasta volver sin regresar, como si cuerpo y mente hubieran quedado atrapados para siempre en esa otra galaxia a la que escapamos por voluntad.

Hay muchas formas de volver, pero yo quería conquistar de nuevo este espacio extrañado del periódico, encarar mi ansiado retorno, con palabras. Como si fuera algo innovador, revolucionario, un hito, cuando en realidad no existe otra manera si se trata de escribir. Me refiero, sin embargo, a poner en valor el poder, el peso de las palabras, de un texto, de una conversación. Porque cuando dos cuerpos se desnudan y se despojan de todo, sólo permanecen las palabras en tantos modos y expresiones. Es lo único que nos queda cuando ya no nos queda nada. Y lo es todo, hasta el punto de que ni siquiera la ahora famosa inteligencia artificial llegará jamás -por más inteligente que se considere- a comprender los matices del lenguaje.

Las palabras pueden ser letales como balas, aunque construidas a base de letras y no de plomo. Pueden ser, también, como esas caricias sanadoras que te rozan la piel con las yemas de los dedos cuando sientes que la corteza se agrieta. Lo son todo las palabras, hasta que se acaban y no se vuelven a encontrar. Rescato aquí una frase de Isabel Allende en su obra Paula: “No era el hombre que yo había inventado en las noches sofocantes de Caracas. En los meses y años siguientes, se nos terminaron las palabras”. No hace falta mucho más para describir una ruptura. Cuando se terminan las palabras, cuando no hay ya nada que decir entre dos personas que se amaron, cuando el silencio se cuela con rabia como un vendaval en la intimidad de una alcoba, es imposible que el diálogo vuelva a resonar como antaño entre esas paredes.

    Párate por un segundo a pensar cómo sería tu día a día sin el privilegio de la comunicación, cómo sería tu vida en silencio y a ciegas. Sin que te dejen hacerte oír, sin boca, sin ojos, sin ver apenas nada porque estás encerrada bajo metros y metros de tela gruesa y oscura

Se esfuman, se borran, se gastan las palabras de tanto usarlas, se deshacen, surgen, se crean otras nuevas. Y hay que asumir que forma parte de esta vida que vivimos. Lo que nunca deberíamos aceptar es que nos las quiten, que nos callen, nos silencien. Es lo que ha hecho, la última salvajada del régimen talibán -y ya son demasiadas- contra las mujeres en Afganistán: prohibirles que emitan el sonido de su voz en público; imponerles la ley del silencio para que no hablen, ni digan, ni se pronuncien, para que no se comuniquen con el mundo cuando son las que más tienen que contar y que gritar. Hace exactamente tres años que dejaron de existir, que desparecieron de la vida afgana cuando esos malnacidos llegaron al poder. Y no sólo lo permitimos entonces condenándoles al abandono cuando pedían huir como fuera de aquel aeropuerto en agosto del 2021, tampoco hemos hecho mucho más después a pesar de leyes macabras como esta.

Leí la noticia hace ya unas semanas y desde entonces sigue ahí, conmigo, me persigue cada mañana, cada tarde cuando salgo a la calle y me relaciono con la gente, saludo, pregunto, comparto en la pescadería, al pedir un café, en una charla con alguien próximo o ajeno, cuando cojo aliento para entonar mi voz.
Un pájaro en el alambre de espino

Párate por un segundo a pensar cómo sería tu día a día sin el privilegio de la comunicación, cómo sería tu vida en silencio y a ciegas. Sin que te dejen hacerte oír, sin boca, sin ojos, sin ver apenas nada porque estás encerrada bajo metros y metros de tela gruesa y oscura que te cubren desde los dedos de los pies hasta el último pelo de la cabeza. Pienso que incluso un pájaro que reposa sobre un alambre de púas es más libre. Esa libertad que les arrebataron es la que han tratado de reclamar las propias afganas desafiando la nueva norma y publicando en redes – conscientes del peligro y de que roneaban con la mismísima muerte- videos y videos cantando y recitando. Porque hasta naufragar puede ser más placentero cuando navegas en aguas turbias. Porque la palabra es lo único que queda cuando ya no queda nada.

Hoy apenas hay rastro en los informativos del calvario que viven estas mujeres por culpa de esos locos empeñados en hacerlas desaparecer. Me fui a dar a luz y su sufrimiento estaba ahí. Vuelvo y permanece. Te vas y por más que te hayas ido, todo sigue igual o hasta peor. Te vas y por más que intentes regresar de la única forma en que sabes, con palabras, siempre tendrás la sensación de que te faltó la más importante. Porque no encuentro un término certero que describa su cruda realidad, porque hace ya demasiado tiempo que salvajada dejó de ser suficiente.

https://www.vozpopuli.com/opinion/el-peso-de-las-palabras.html

jueves, 5 de diciembre de 2024

Para ti la perra gorda

 Eso lo decía mucho mi abuelo, quien además conoció las perras gordas. Las cuales, curiosamente tenían la imagen de una leona.

Significa que que le das a alguien la razón para acabar la discusión. Yo lo suelo hacer con los comunistas, porque no hay quien les convenza.

Sobre arrancar olivos en Andalucía:https://cesarvidal.com/la-voz/editorial/editorial-salvemos-el-olivo-29-11-24

miércoles, 4 de diciembre de 2024

El matrimonio como privilegio

En el año 1975 nacieron en España 670.000 niños; en 2023, aunque la población había pasado de 35 a 47 millones, vinieron al mundo 322.000, menos de la mitad. Pero hoy no vamos a hablar del hundimiento de la natalidad, sino de si beneficia o no a los (últimos) niños que sus padres estén casados. En la numerosa cohorte del 75, solo un 2 % de los nuevos españolitos nacieron fuera del matrimonio; en la escuálida de 2023, el porcentaje fue del 51 %. Esta explosión de lo que antes se llamaba 'ilegitimidad' no suscita el menor debate: si acaso, se la celebra más o menos explícitamente como un síntoma de modernidad.

En Estados Unidos, el porcentaje de nacimientos fuera del matrimonio subió desde un 5 % en 1960 a un 47 % en 2019, evolución parecida a la de España y casi todo Occidente. Pero allí sí hay científicos sociales que consideran esto un grave problema. El libro de Melissa S. Kearney The Two-Parent Privilege (que tiene un subtítulo militante: How Americans Stopped Getting Married and Started Falling Behind) comienza reivindicando la legitimidad de un debate sobre la cuestión. Pues también en Estados Unidos —aunque no tanto como en España— se van instalando falacias como que ponderar las ventajas (en lo que se refiere a los resultados para los hijos) de determinadas formas de familia implicaría «juzgar las decisiones de la gente sobre sus propias vidas», o que demostrar los beneficios que gozan los niños que se crían con padres casados equivale a «culpar a la víctima» (las madres solteras, por ejemplo).

La originalidad del libro de Kearney —profesora de Economía en la Universidad de Maryland— estriba en que enfoca la cuestión desde una óptica «izquierdista» de preocupación por la desigualdad social. En Estados Unidos se habla mucho de «dualización social», de «América de dos velocidades», pero casi todos omiten el factor que más contribuye a la creciente disparidad de oportunidades. Ese factor es, precisamente, el aumento de los nacimientos fuera del matrimonio. Pues los hijos de parejas casadas van a gozar desde el principio de ventajas decisivas (el «privilegio de tener padre y madre»), que a su vez transmitirán a sus descendientes (los hijos de madres solas o parejas efímeras tenderán estadísticamente a repetir esa pauta en su propia conducta familiar cuando sean adultos).

La superioridad funcional de la familia estable —medida desde los beneficios para los hijos— es tan evidente que no necesitaría demostración: dos es más que uno; en una pareja casada, el marido y la mujer suman sus ingresos, energía emocional, tiempo y habilidades respectivas en la crianza de sus hijos. La ventaja que ello supone es estadísticamente mensurable: los hijos de madres solteras y de parejas efímeras o recompuestas tendrán una probabilidad claramente inferior de completar estudios superiores, conseguir un empleo, tener buenos ingresos y formar a su vez una familia estable cuando sean adultos. Y el riesgo de incurrir en delincuencia juvenil, embarazos adolescentes, drogadicción, trastornos emocionales, etc., será superior. En el libro encontrarán los números y las referencias a estudios que confirman esto.

Si la ventaja comparativa de la familia estable estriba en «dos mejor que uno», ¿no resultará indiferente el dato de que padre y madre estén o no casados? No, no es indiferente, y Kearney tiene el valor de afirmarlo. La pareja de hecho es mucho más volátil que el matrimonio: la probabilidad de que el niño goce de la presencia de su padre y su madre hasta la mayoría de edad es menor si estos no están casados. El matrimonio implica un compromiso explícito —jurídica y, a veces, religiosamente consagrado— que se traduce estadísticamente en una mayor implicación parental. Por ejemplo, el American Time Use Survey de 2019 mostraba que un padre casado pasa un promedio de 30 horas semanales con sus hijos, de las cuales 8 se dedican a actividades explícitamente formativas (jugar, leer, llevarlos a actividades, hacer deberes con ellos); en un padre no casado, los promedios son respectivamente de 23’8 y 5’9 horas.

En lo que se refiere a las familias «reconstituidas» (uno de los progenitores —habitualmente la madre— unido con un nuevo compañero sentimental), los resultados educativos son también peores que los de las formadas por los dos progenitores biológicos. «Las madrastras [stepmothers] generalmente no invierten tanto [esfuerzo y dinero] en la salud de sus hijastros como las madres biológicas, incluso después de ajustar por renta familiar y otras características relevantes», afirma Kearney basándose en el estudio de Anne Case y Christina Paxson «Mothers and Others: Who Invests in Children’s Health», publicado en el Journal of Health Economics. Por otra parte, el divorcio daña emocional y psicológicamente a los niños, como demuestra el estudio de Marcia J. Carlson «Family Structure, Father Involvement, and Adolescent Behavioral Outcomes», publicado en el Journal of Marriage and Family.

Ahora bien, la volatilidad familiar —y sus consecuencias negativas para los niños— no afecta por igual a todas las clases sociales. Kearney analiza bien la evolución reciente de la nupcialidad: hubo una primera fase en los 60 y 70, vinculada a la revolución sexual y a la incorporación masiva de la mujer al mercado laboral, que afectó en medida similar a todas las clases. Desde 1980, sin embargo, las tasas de nupcialidad del estrato con educación universitaria e ingresos altos se mantienen relativamente estables, mientras que siguen desplomándose entre los trabajadores manuales. El porcentaje de personas con estudios universitarios (four-year college) de entre 30 y 50 años de edad que estaban casadas en 1960 era del 87 %; en 1984 había caído al 75 %, y en 2020 se mantenía en un saludable 72 %: o sea, los pudientes siguen casándose y el porcentaje de hijos nacidos fuera del matrimonio es muy bajo entre ellos. Entre los que solo tienen el bachillerato, en cambio, el porcentaje de casados era del 88 % en 1960, del 76 % en 1984 y del 56 % en 2020; entre los que no completaron siquiera el high school, 82 %, 67 % y 54 % respectivamente. Como resultado de esas tendencias, mientras que el 84 % de los niños de clase acomodada (llamando así a los que tienen padres con título universitario) se estaba criando en 2020 con sus padres casados, en la media-baja (solo high school) el porcentaje había caído al 60 %, y en la baja (sin high school) al 57 %.

Hay, pues, un creciente sesgo de clase en la desestructuración familiar: a la ventaja que supone criarse en un hogar con más ingresos, los niños de clase alta añaden la de gozar de un entorno parental más estable. Existe también, por cierto, un sesgo racial: el porcentaje de niños que se crían con padres casados es de un 88 % entre los asiáticos, de un 77 % entre los blancos no hispanos, de un 63 % entre los hispanos y de un 38 % entre los negros. La verdadera causa del «problema negro» no es el racismo, sino la desestructuración familiar.

¿Por qué los pobres se casan menos que los ricos? Hay una contradicción en la obra de Kearney: persigue durante muchas páginas la pista socioeconómica, para terminar reconociendo que no son factores económicos los que pueden explicar la volatilidad familiar.

En efecto, la clase obrera estadounidense ha sufrido desde 1980 el doble impacto de la economía del conocimiento (que reduce el valor de mercado del trabajo manual), de la robotización y de la globalización. La brecha salarial entre titulados universitarios y no titulados ha ido ampliándose: el promedio de ingresos reales (descontada inflación) de los primeros pasó de los 60.000 dólares anuales en 1980 a los 84.000 en 2019, mientras el de los que solo terminaron high school permanecía estancado en unos 48.000 y el de los que no tienen ni el bachillerato se congelaba en unos 33.000. China ingresó en 2000 en la Organización Mundial de Comercio; desde entonces, Estados Unidos comenzó a importar muchos productos que antes eran fabricados en el propio país, pues en Asia se podían conseguir a un precio muy inferior. En 2019, los economistas Autor, Dorn y Hanson publicaron el estudio «When Work Disappears: Manufacturing Decline and the Falling Marriage-Market Value of Men», que constataba un descenso de la nupcialidad y la natalidad en las zonas más castigadas por la desindustrialización.

William Julius Wilson acuñó en 1987 el concepto de «marriageable men pool index», el número de hombres —en una determinada área geográfica y generación— elegibles para el matrimonio. La explicación socioeconómica del hundimiento de la nupcialidad es que el estancamiento de los ingresos de los trabajadores manuales y la deslocalización a Asia de mucho trabajo manufacturero ha deprimido ese índice en muchas zonas (el Rust Belt desindustrializado o el mundo rural dislocado de la Hillbilly Elegy de J.D. Vance). Se da la circunstancia, además, de que los ingresos femeninos no han sufrido —tampoco entre trabajadoras manuales— el estancamiento de los masculinos: la «brecha salarial» entre sexos se reduce. Kearney cita encuestas que mostrarían que muchas madres solteras no se han casado, no porque no crean en el matrimonio, sino porque el padre de sus hijos no les parecía fiable como esposo. Un hombre desempleado o con salarios bajos —sostiene la teoría— no es un marido apetecible.

Creo que la teoría socioeconómica sobre la nupcialidad —que la gente no se casa porque los salarios son bajos— no es verosímil. Los ingresos reales (o sea, medidos por poder de compra) de los obreros pueden llevar medio siglo estancados; pero, ¿acaso fueron más altos en 1960, 1920 o 1880, cuando casi todo el mundo se casaba? «Contigo pan y cebolla»: durante milenios la gente se casó y tuvo hijos con independencia de que hubiera escasez, hambrunas o guerras (o sea, circunstancias mucho peores que el relativo estancamiento actual). La causa principal del eclipse del matrimonio ha de ser moral-cultural, no económica.

La propia Kearney termina reconociendo esto. Si la adversidad económica fuese la causa de la desnupcialización, una mejora rápida del contexto económico debería traer una explosión de bodas. De hecho, eso ocurrió en alguna ocasión: durante el «boom del carbón» de los 1970s en la zona minera de los Apalaches se observó, en efecto, un incremento de la nupcialidad, seguido de una nueva caída al agotarse el boom. Ahora bien, en los años 2000 se derramó un nuevo maná sobre otras zonas de Estados Unidos: el boom del fracking. De nuevo se multiplicaron las oportunidades de empleo y subieron los salarios de los trabajadores. Pero esta vez la bonanza económica no se tradujo en más anillos de boda, ni descendió el índice de nacimientos fuera del matrimonio o el de ruptura familiar. ¿Por qué no? «Es posible que las normas sociales sobre paternidad y matrimonio hubieran cambiado, de tal forma que los hombres y mujeres no sentían ya la necesidad o el deseo de casarse, aunque el hombre tuviera un empleo bien pagado y la pareja hubiese engendrado un hijo» (p. 93).

En generaciones anteriores —incluso todavía en la del «coal boom» de los 70/80 —aún existía el ideal (la «forma social», diría Joseph Raz) del matrimonio: casarse era lo esperable, lo correcto, lo deseable, aunque la decisión se pudiera postergar por circunstancias diversas, incluidas las económicas; en la actual, el ideal se ha desvanecido: el matrimonio parece una formalidad caduca. La consolidación de este cambio cultural es una malísima noticia para los niños, por las razones que se explican en el resto del libro. Y una sociedad en la que hombres y mujeres son ya incapaces de comprometerse para toda la vida quizás no merece sobrevivir

 https://www.eldebate.com/cultura/20240914/matrimonio-como-privilegio_227167.html

martes, 3 de diciembre de 2024

El último hombre

 Un tal Pedro Aragonés ha decidido retirar los murales sobre la historia de Cataluña y España, sobre nuestra historia común, del salón de San Jorge del Palacio de la Generalidad. La excusa ha sido recuperar la estética renacentista del Salón, excusa débil y que nadie se cree. Lo importante era el contenido ideológico: borrar la memoria de las gestas comunes, desde las Navas al Bruch; aniquilar la realidad de varios siglos en los que los catalanes han contribuido a la grandeza y la independencia de España. Por supuesto, se aduce que los murales glorifican la sociedad estamental, el imperialismo, el colonialismo, la monarquía eterna y el catolicismo. Según ese feble razonamiento, habría que cerrar el Museo del Prado, El Escorial, la catedral de Burgos y España en general.

 Asombra semejante repulsa de la tradición en una gente que siempre ha estado orgullosa de algo tan estamental como los fueros y los privilegios. Sorprende poco que unos presuntos “nacionalistas” catalanes, en realidad progres separatistas, demuestren tal odio a los valores comunes que hicieron a España, ya que bajo su mando se está produciendo la islamización y africanización de Cataluña, de tal manera que de buena parte de su territorio se puede afirmar que ya no forma parte de Occidente ni tiene identidad cristiana y europea. ¿Cómo pueden estos separatistas muladíes, estos renegados, defender la herencia cristiana, monárquica y española de un país al que están a punto de destruir, de una tierra que están devolviendo al Islam mil años después de Wifredo el Velloso?

 
Esta peste no es sólo catalana. Basta con ver los atentados contra la identidad nacional del ministro Urtasun y de otros bellotaris y reyezuelos de taifas autonómicos, algunos de ellos muy de derechas. Lo curioso de esta epidemia culturicida no es que se reivindique la identidad histórica propia por muy cateta que sea, sino que también ésta se rechaza, se quiere dejar tan en blanco como las paredes del Salón de San Jorge. La nueva identidad es una no identidad, una negación del pasado y de la tradición, un no ser, un no querer ser, un deseo de muerte y de aniquilación de la comunidad nacional en un melting pot indiferenciado, en el que unas identidades minoritarias y extravagantes disuelvan y anulen a la nación. Porque se trata de destruir a todas las naciones para crear el imperio de las grandes corporaciones, el despotismo de los multimillonarios. Y el único poder que de alguna manera les puede hacer frente es el Estado nación.

Esta España nuestra, paleta, decadente, degradada, chiringuito de Bruselas y mancebía de la OTAN, sigue siendo, pese a todo, una de las naciones históricas más importantes de Europa, con una cultura y una tradición gloriosas, aunque sus dirigentes la ignoren, la desprecien y la insulten, porque para ellos todo lo que fue España antes de 1931 (romanización y Reconquista incluidas) es un terrible error. De ahí su afán de destruir, su empeño en hacer de nuestra historia un memorial de agravios, un relato de atrocidades sin nada bueno, bello ni digno. No otra cosa se espera de un funcionario colonial, de un colaboracionista: debe afirmar la superioridad del colonizador y de su cultura sobre la del colonizado, la del ocupado. Nos tienen que enseñar a odiarnos a nosotros mismos, a sentirnos culpables por haber sido grandes, a imitar servilmente a sus amos anglosajones. España fue durante dos siglos el principal enemigo de la modernidad protestante. Eso, ahora, los colaboracionistas nos lo quieren hacer pagar.

El cacique catalán estará muy orgulloso de su acto vandálico, que además le ha costado una millonada al erario. Orondo y facundo, mientras le rebosa por la espalda el pelo de la dehesa, habla y habla con la boba satisfacción del último hombre nietzscheano, del fariseo semiletrado, del progre casposo que eructa un lugar común tras otro. Esta es la chusma que está matando a Europa, la barbarie interna que es mucho más peligrosa que la externa. Los que se tumban a tomar el sol en la playa mientras se acerca el tsunami.
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La devastación del patrimonio común cometida por el tal Aragonés no es, desde luego, la única. Aparte de las cometidas por los talibanes, que nada tienen que ver con la modernidad, abundan en ésta los casos de destrucción histórica y artística. Uno de los más notables es el cometido por el presidente francés Emmanuel Macron y su distinguida esposa en el famoso Salón Pompadour del palacio del Eliseo. Ahí donde muebles, alfombras, lámparas y tapices de los siglos XVIII y XIX exhibían su belleza, ahí mismo desparraman hoy su fealdad los adefesios que seguidamente les mostramos.

Nuestras dos imágenes, contrapuestas, ilustran el n.º 3 de nuestra revista “El inmundo mundo woke”. Si aún no la tiene, descúbrala y cómprela aquí (en papel o en PDF). Son sólo 5.- €.

 https://elmanifiesto.com/tribuna/781013944/El-ultimo-hombre.html

lunes, 2 de diciembre de 2024

Ver las orejas al lobo

 Es ver un peligro que los demás no perciben. Eso ha ocurrido en Europa durante varias décadas, mientras los inmigrantes musulmanes iban llegando.

No ha sido hasta ahora que muchos empiezan a ser conscientes del problema. Principalmente porque ellos tienen muchos hijos y nos pueden acabar sustituyendo.

Sobre la guerra: https://cesarvidal.com/la-voz/editorial/editorial-una-guerra-olvidada-de-hace-60-anos-26-11-24

Mis profesores sabían que yo era un mal estudiante, por Itxu Diaz

 Acabo de ver que había puesto un post repetido, así que os dejo otro muy ameno El año que empieza el curso escolar recuerdo que fui un pési...