Una de las perversiones más corrientes de la democracia es la que
confunde la validez del criterio de la mayoría con su capacidad para
decidir cualquier cosa fuera del ámbito apropiado. Guiarse por el
criterio de la mayoría es una norma prudente siempre que estemos seguros
de que la mayoría de referencia sea competente en el asunto. Por
ejemplo, es razonable seguir los criterios de la mayoría de los
virólogos a la hora de entender lo que ocurre con una epidemia de origen
vírico, pero no es muy sensato creer lo que puedan decir al respecto al
mayoría de los peluqueros o de los notarios.
En las democracias, las mayorías determinan la elección de los
gobiernos e influyen, mediante la opinión pública, en su forma de
actuar, pero ni las mayorías políticas ni los gobiernos que en ellas se
apoyan son garantía de nada. Esto es trivial, lo malo es que muchas
veces se olvida, en especial cuando ese olvido favorece los designios
políticos de los olvidadizos. Entonces convierten su opinión en dogma, y
pasan de estar con la mayoría a creer que están pura y simplemente en
posesión de la verdad. De ahí a concluir que el error
debe ser combatido con los medios a su alcance no hay más que un paso, y
ese es el paso que seda cuando las democracias y los gobiernos se
convierten en autoritarios, o, como se ha empezado a decir, en
iliberales.
Las democracias no están bien protegidas contra este tipo de derivas y
no es fácil que lo estén, porque lo que lo causa no es un problema
jurídico ni político, sino un abuso de la legitimidad democrática que
dan las mayorías y que se apoya en un sesgo intelectual y moral bastante
fácil de contagiar. El autoritario siempre se hace la misma pregunta de
Lenin, “¿libertad para qué?”, porque entiende que una vez que la verdad
que encarna ha sido reconocida y aceptada por la mayoría social, y no
digamos nada si es una mayoría que se considera nacional, todo
lo que no sea seguir esa senda es ilegítimo y ha de ser perseguido como
un atentado contra lo más sagrado.
Con tan sencillo proceder se
comienzan a poner en práctica acciones contra cualquier institución que
sirva para preservar el pluralismo social y la libertad de conciencia. Y
cuando se está en esa tesitura, se pone en discusión la independencia
de los jueces, los derechos individuales, y, en especial, la presunción
de inocencia, y el conjunto de las libertades públicas, empezando por la
libertad de pensamiento y opinión, es decir por maniatar a las
universidades y a los periódicos para que no difundan el mal.
El fenómeno más llamativo es la aparición de nuevos
censores, en la creencia de que está justificado que algo así como una
nueva policía del pensamiento intervenga a través de procedimientos
tecnológicos para evitar que se propague el mal, que se difundan
falsedades, o que se incite al odio
Es interesante notar que en la historia de la conquista de las libertades, lo que se suele llamar izquierda
había desempeñado un papel de importancia, pero, por desgracia, ahora
que la izquierda ha alcanzado enormes cotas de poder en todas partes, ha
predominado en ella una notable tendencia a prohibir, condenar y
silenciar las opiniones discrepantes, es decir que muy buena parte de la
izquierda se ha vuelto autoritaria, un epíteto que casi siempre se
había empleado para criticar posiciones más bien conservadoras que
progresistas, por emplear la dicotomía habitual.
Los autores discrepan sobre este punto, puesto que hay quienes
piensan que la izquierda nunca ha sido tolerante, y quienes afirman que
su colonización por la intolerancia más rampante es cosa reciente. En Koba el terrible,
un libro que no puede leerse sin espanto, Martin Amis recuerda que un
camarada se quejó a Lenin de que se estuviese fusilando a mucha gente
cuando los bolcheviques siempre habían sido contrarios a la pena de
muerte, a lo que el filósofo ruso contesto “Bah, paparruchas”. La
conquista del poder político siempre ha tenido una gran capacidad de
transformar a los vencedores, aunque quepa sospechar que solo sirve para
mostrar su verdadera faz. En todo caso, cabe constatar que la izquierda
de talante liberal se muestra en retroceso pro todas partes mientras
los autoritarios de izquierda campan por doquier, en EEUU, en Europa y
en España.
Tampoco la derecha se libra de sus autoritarios con facilidad, y da
la sensación de que el mundo entero está perdiendo los papeles, que la
tolerancia se ha convertido en una rareza. Que los autoritarios de
derecha o de izquierda se dejen llevar de sus querencias entra dentro de
lo previsible y puede ser soportado con calma y combatido con ironía.
Sin embargo, tal vez el fenómeno más llamativo esté en la aparición de
nuevos censores, en la creencia de que está justificado que algo así
como una nueva policía del pensamiento intervenga a través de
procedimientos tecnológicos para evitar que se propague el mal, que se
difundan falsedades, o que se incite al odio, y que eso se haga por
empresas que se fundan en avances tecnológicos y en cambios sociales que
han sido disruptivos, que han modificado en muy buena medida hábitos y
creencias tradicionales hasta hace muy poco.
Es asombroso que esta clase de tecnocensuras se abran paso sin producir verdadero escándalo, pues suponen, nada menos, que tales entidades con ánimo de lucro están en condiciones de independencia
ideal para definir el bien, defender la verdad y que, además, gozan de
una sabiduría especial para discernir las intenciones del público, lo
que, como se diría en castizo, es de no creer. Google, en concreto, parece haber entendido que su motto, bastante presuntuoso, (Don’t be evil)
le concedía autorización para evitar el mal que pudieran hacer otros,
es decir, para ejercer de fiscal, policía y juez a través de indicios,
para establecer la peligrosidad en las opiniones que rebasa
cualquier contención jurídica y supone estar en absoluta posesión de una
verdad inviolable.
El caso de James Damore un ingeniero al que se
expulsó de la compañía por sostener opiniones que atentaban (ni siquiera
supuestamente, eso aquí no haría falta según Google) a lo que la
empresa estima una política correcta en relación con estereotipos en
torno a la cuestión feminista, supone, nada menos, que Google cree estar
en posesión de la única verdad sostenible en un asunto, el de los
límites entre la influencia biológica y los hábitos culturales, sobre el
que se viene discutiendo décadas sin la menor posibilidad de establecer
por ahora, al menos, una verdad que sea indiscutible, salvo para Google
que para eso es tan poderosa.
¿Qué pasa con Google, pues? Pues da la sensación de que la libertad
intelectual y moral le importa un carajo, y que está dispuesta a lo que
sea con tal de que su merecido credencial de joya tecnológica se adorne
con el archi discutible título de maestro de moral y gurú indisputable
en la inexistente ciencia sobre el bien y el mal.
La psicología del autoritarismo se funda en la creencia de que hay
que proteger de sí mismas a la personas, porque pueden hacerse daño,
porque son como niños a los que hay cosas que todavía no se les pueden
explicar, pero se les pueden prohibir. Aparte de que, por fortuna, ya no
actúan así, de una manera tan burda, ni los profes de parvulario, cabría recordar que una conducta irrenunciable de las revoluciones democráticas es lo que Kant denominó sapere aude,
el atrevimiento a pensar por cuenta propia, un hábito intelectual
imprescindible para avanzar en cualquier terreno y cuya erradicación en
las universidades de elite pronto las acabará convirtiendo en una
lamentable y oportunista especie de catequesis.
https://disidentia.com/psicologia-del-autoritarismo/