Nacer en la España de 1936 y asegurar que entonces había más libertad que ahora es una provocación intolerable para el mainstream, convencido de que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Si la sentencia de que cualquier tiempo pasado fue mejor es un peligroso ejercicio de nostalgia, de igual manera convendremos en que resulta un lugar común sostener que vivimos en la era de más libertad de la historia.
Esta creencia es alimentada, entre otras cosas, por el formidable desarrollo tecnológico —especialmente al auge de internet y la telefonía móvil— que ofrece oportunidades inimaginables hace apenas unas décadas. Sin embargo, como cualquier hallazgo o avance científico, el mal uso (abuso) de la tecnología puede crear monstruos, un leviatán de apetito insaciable que nos controla sin ser controlado.
Ya sabemos que la primera reacción ante el descubrimiento de una nueva herramienta es el asombro, por eso quienes no escapan de la euforia encuentran ridículo y conspiranoico reflexionar sobre las consecuencias de cualquier innovación. En este caso, preguntarnos si la influencia que la tecnología tiene sobre nuestras vidas no es más que una falsa apariencia de libertad. O sea, una cárcel virtual en 5G.
Tenemos ejemplos recientes que deberían suscitar debates. Uno de ellos ha sido la epidemia del COVID-19, que ha acelerado el proceso de control total. Hace cuatro años era inimaginable que el poder lograra encerrarnos en casa, imponernos la mascarilla para pasear por la calle, un pasaporte para tomar café en el bar de nuestro barrio o guardar distancia de seguridad en la cola del supermercado.
Logrado todo ello sin que rechistáramos, quienes mandan pasaron a la siguiente fase declarando la guerra al dinero en metálico bajo la coartada de luchar contra la economía sumergida y actividades ilícitas como el narcotráfico. La prohibición del dinero en efectivo, por tanto, aumentaría el control sobre el ciudadano, del que el poder tendría una radiografía certera de su perfil como consumidor.
Quien nunca rehuyó ningún debate fue Fernando Sánchez Dragó, que reflexionó sobre la revolución tecnológica y sus implicaciones en una entrevista concedida a Actuall en 2016. «Estamos en la época de menor libertad de la historia. Tener una tablet e internet no es libertad. La libertad es interior. Cuando estaba entre barrotes en la época de Franco yo era más libre que los que estaban fuera […]. A mayor número de leyes menos libertad. Cuando un político se entera de que hay un vacío legal corre despavorido: ¡oh, hay un vacío legal! y crea una ley […]. Nunca ha habido menos libertad en el mundo que la que hay en estos momentos«.
Más allá de la provocación —tan propia del escritor— lo esencial es la refutación de la idea que esgrimen quienes profesan la fe de que el progreso material siempre implica más libertad. Se podría decir lo mismo del sistema democrático, pues aunque elijamos a nuestros representantes los gobiernos jamás han tenido tanto poder sobre el ciudadano como ahora, nunca han sabido tanto de nosotros ni han tenido un perfil más exacto acerca de nuestras compras, viajes, amigos, aficiones o tendencias políticas.
Esta aparente sensación de libertad que desprende la tecnología a través de las redes, la telefonía, la incipiente inteligencia artificial o los cada vez más numerosos medios de comunicación no se traduce en más pluralidad ni en más libertad de expresión. Paradójicamente, las incontables pantallas que pasan ante nuestros ojos cada día difunden un mensaje casi homogéneo. La explicación parece sencilla: los grandes medios y las «big tech» están en pocas manos (oligopolio) de magnates (Zuckerberg, Bill Gates, Bezos…) que reman en la misma dirección.
Al final, como en todas las épocas, hay una élite que decide qué es lo que se puede decir. Quizá los nuestros sean tiempos de mordaza invisible pero sólo hasta cierto punto. Si en las redes la censura la ejercen los dueños de las empresas privadas pasando por encima de legislaciones nacionales, la clase política cada vez disimula menos su pulsión censora. Ahí están las leyes contra el pensamiento, edulcoradas con el eufemismo de «memoria democrática», que imponen una visión de la historia con multas al disidente de hasta 150.000 democráticos euros.
Cabe preguntarse entonces si la manoseada libertad oficial (como voluntad, autorrealización y autodeterminación, pero nunca orientada al bien) no es en realidad la golosina con la que nos entretienen mientras entregamos algo tan sagrado como nuestra intimidad o la libertad de expresión.
Sánchez Dragó concluyó aquella entrevista mojándose con una reflexión acerca de si nuestros abuelos fueron más libres que nosotros: «Por supuesto. Yo he nacido en un mundo mucho más libre que el que dejo. Hoy están prohibidas las cosas más elementales. La única ley debería ser la de que la libertad termine donde empiece la del prójimo».
https://gaceta.es/mundo/vivimos-hoy-en-un-mundo-menos-libre-que-hace-90-anos-20230417-0133/
Totalmente de acuerdo
ResponderEliminarDesde luego. Se me ha colado un post que va a salir otro día. Un beso
EliminarSomos prisioneros de una pseudo libertad, y algunos muy contentos, un abrazo Susana!
ResponderEliminarNo se dan ni cuenta. Un beso
EliminarPienso que se pretende que seamos esclavos de una trama muy bien montada. Los que llevan las riendas del mundo se han encargado de que percibamos que en esta sociedad actual tenemos de todo y obviemos el hecho de que estamos perdiendo algo tan básico como el libre pensamiento, o la confianza en nosotros y en los que nos rodean.
ResponderEliminarPara mi la mayor esclavitud es pensar que un experto (en la materia que sea) puede decirte como has de vivir y aunque no lo veas claro, decidas hacerle caso porque él sabe y tú no. Al final el mundo es lo que te dicen que es y te conviertes en un autómata sin sospecharlo.
Besos!!
Estoy de acuerdo. Tenemos menos información real que nunca. Un beso
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