Un tal Pedro Aragonés ha decidido retirar los murales sobre la historia de Cataluña y España, sobre nuestra historia común, del salón de San Jorge del Palacio de la Generalidad. La excusa ha sido recuperar la estética renacentista del Salón, excusa débil y que nadie se cree. Lo importante era el contenido ideológico: borrar la memoria de las gestas comunes, desde las Navas al Bruch; aniquilar la realidad de varios siglos en los que los catalanes han contribuido a la grandeza y la independencia de España. Por supuesto, se aduce que los murales glorifican la sociedad estamental, el imperialismo, el colonialismo, la monarquía eterna y el catolicismo. Según ese feble razonamiento, habría que cerrar el Museo del Prado, El Escorial, la catedral de Burgos y España en general.
Asombra semejante repulsa de la tradición en una gente que siempre ha estado orgullosa de algo tan estamental como los fueros y los privilegios. Sorprende poco que unos presuntos “nacionalistas” catalanes, en realidad progres separatistas, demuestren tal odio a los valores comunes que hicieron a España, ya que bajo su mando se está produciendo la islamización y africanización de Cataluña, de tal manera que de buena parte de su territorio se puede afirmar que ya no forma parte de Occidente ni tiene identidad cristiana y europea. ¿Cómo pueden estos separatistas muladíes, estos renegados, defender la herencia cristiana, monárquica y española de un país al que están a punto de destruir, de una tierra que están devolviendo al Islam mil años después de Wifredo el Velloso?
Esta peste no es sólo catalana. Basta con ver los atentados contra la identidad nacional del ministro Urtasun y de otros bellotaris y reyezuelos de taifas autonómicos, algunos de ellos muy de derechas. Lo curioso de esta epidemia culturicida no es que se reivindique la identidad histórica propia por muy cateta que sea, sino que también ésta se rechaza, se quiere dejar tan en blanco como las paredes del Salón de San Jorge. La nueva identidad es una no identidad, una negación del pasado y de la tradición, un no ser, un no querer ser, un deseo de muerte y de aniquilación de la comunidad nacional en un melting pot indiferenciado, en el que unas identidades minoritarias y extravagantes disuelvan y anulen a la nación. Porque se trata de destruir a todas las naciones para crear el imperio de las grandes corporaciones, el despotismo de los multimillonarios. Y el único poder que de alguna manera les puede hacer frente es el Estado nación.
Esta España nuestra, paleta, decadente, degradada, chiringuito de Bruselas y mancebía de la OTAN, sigue siendo, pese a todo, una de las naciones históricas más importantes de Europa, con una cultura y una tradición gloriosas, aunque sus dirigentes la ignoren, la desprecien y la insulten, porque para ellos todo lo que fue España antes de 1931 (romanización y Reconquista incluidas) es un terrible error. De ahí su afán de destruir, su empeño en hacer de nuestra historia un memorial de agravios, un relato de atrocidades sin nada bueno, bello ni digno. No otra cosa se espera de un funcionario colonial, de un colaboracionista: debe afirmar la superioridad del colonizador y de su cultura sobre la del colonizado, la del ocupado. Nos tienen que enseñar a odiarnos a nosotros mismos, a sentirnos culpables por haber sido grandes, a imitar servilmente a sus amos anglosajones. España fue durante dos siglos el principal enemigo de la modernidad protestante. Eso, ahora, los colaboracionistas nos lo quieren hacer pagar.
El cacique catalán estará muy orgulloso de su acto vandálico, que además le ha costado una millonada al erario. Orondo y facundo, mientras le rebosa por la espalda el pelo de la dehesa, habla y habla con la boba satisfacción del último hombre nietzscheano, del fariseo semiletrado, del progre casposo que eructa un lugar común tras otro. Esta es la chusma que está matando a Europa, la barbarie interna que es mucho más peligrosa que la externa. Los que se tumban a tomar el sol en la playa mientras se acerca el tsunami.
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La devastación del patrimonio común cometida por el tal Aragonés no es, desde luego, la única. Aparte de las cometidas por los talibanes, que nada tienen que ver con la modernidad, abundan en ésta los casos de destrucción histórica y artística. Uno de los más notables es el cometido por el presidente francés Emmanuel Macron y su distinguida esposa en el famoso Salón Pompadour del palacio del Eliseo. Ahí donde muebles, alfombras, lámparas y tapices de los siglos XVIII y XIX exhibían su belleza, ahí mismo desparraman hoy su fealdad los adefesios que seguidamente les mostramos.
Nuestras dos imágenes, contrapuestas, ilustran el n.º 3 de nuestra revista “El inmundo mundo woke”. Si aún no la tiene, descúbrala y cómprela aquí (en papel o en PDF). Son sólo 5.- €.
https://elmanifiesto.com/tribuna/781013944/El-ultimo-hombre.html
Aunque quiten las imágenes y escondan los libros la historia fue! Un abrazo Susana!
ResponderEliminarCataluña fue parte de Aragón y de España. Un beso
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