Si queremos un fenómeno realmente sin precedentes para abrir todos los periódicos y telediarios durante años, aquí lo tienen: la natalidad se está desplomando en todo el planeta. Nunca antes había sucedido, en toda la historia de la Humanidad. Y las consecuencias prometen ser tan devastadoras que urge más que ninguna otra cosa preguntarse por qué y cómo encarar el problema.
Conocíamos sobradamente el envejecimiento acelerado de la población de los países avanzados, entre los que España es uno de los más perjudicados por este fenómeno. Este pasado mes de agosto se anunciaba que, solo en la última década, los nacimientos habían descendido en una cuarta parte. Entre enero y junio de 2024 han nacido 52.173 niños menos con respecto a la primera mitad del año 2014. En concreto, en el primer semestre de 2024 se registraron 156.202 nacimientos. En el mismo período de 2014, nacieron 208.375 niños.
Pero si nuestro caso es especialmente agudo, no es excepcional. La tasa de fertilidad total en 2022 en la Unión Europea fue de 1,46 nacimientos por mujer, lejos de la tasa de reemplazo, que se calcula en 2,1.
Las causas que se aducen son numerosas, empezando por las económicas. En España, la combinación de una espectacular tasa de paro juvenil, empleos precarios y precio de la vivienda disparado no animan y, en algunos casos, no permiten la formación de familia a los jóvenes españoles. Pero sería un error suponer que el principal factor del descenso en picado de la natalidad es el económico, y que bastaría modificar estos parámetros para que nuestro país, o cualquier otro, recuperara tasas saludables de natalidad. De hecho, la caída global de la natalidad coincide grosso modo con una mejora del nivel de vida promedio en el planeta.
El caso de estudio perfecto es el de Hungría, un país tan empeñado en la lucha contra el invierno democrático que dedica un espectacular 5% de su PIB a política familiar. En Hungría, una mujer que haya tenido 4 hijos no vuelve a pagar impuestos sobre la renta el resto de su vida. El gobierno facilita préstamos en condiciones muy ventajosas para adquirir una primera vivienda, ofrece exenciones fiscales y subvenciona tratamientos de fertilidad. Sin embargo, los resultado, no insignificantes, quedan muy lejos de la meta prevista de revitalizar la natalidad. Aunque sube ligeramente de año en año, en 2024 la tasa de fertilidad se situará en 1,59 hijos por mujer, lejos de la tasa de reemplazo. Más paradójico fue el caso de Corea del Sur, que ha despilfarrado cientos de miles de millones en incentivos económicos a la natalidad solo para ver cómo la tasa se desplomaba aún más deprisa.
También se ha apuntado a la secularización como factor principal. El mandato de “creced y multiplicaos” resuena poco en un mundo que se aleja a buen ritmo de la fe, de cualquier fe, abrazando con ello actitudes sexuales poco proclives a la gestación y el mantenimiento de una familia. Es, por supuesto, un factor, pero tampoco aquí funciona realmente una adecuada correlación. Si entendemos religiosidad por práctica religiosa —asistencia a ritos, sacramentos, etcétera— se observa que, en el interior de la Unión Europea, los tres países europeos más religiosos —Rumania, Moldavia, Grecia— tienen un crecimiento demográfico negativo, con una tasa de fertilidad en Grecia de un desastroso 1,39 nacimientos por mujer.
Incluso en el país oficialmente más religioso de la tierra, Irán, que se define a sí mismo como una teocracia (república islámica), la tasa de fertilidad total está a niveles insostenibles a medio plazo, 1,69 hijos por mujer.
Tampoco podemos recurrir como fundamentales a factores biológicos o tecnológicos. Es indudablemente cierto que los modernos modos de vida parecen haber reducido drásticamente la fertilidad, especialmente en los varones, y que innovaciones como la píldora anticonceptiva han facilitado la capacidad para impedir la procreación. Pero la tendencia que está explotando ahora se inició antes de que surgieran estos dos factores.
¿Qué queda? El prestigio social, un factor de una importancia determinante en cualquier fenómeno social y que suele pasarse por alto. Sencillamente, tener hijos no está bien visto, no ayuda a aumentar el propio rango social.
Ni siquiera hace falta recurrir a sesudos estudios en este caso. Basta que el lector imagine una reunión social en el que uno vaya interesándose por la ocupación de los presentes: abogado, consultor, ingeniero, médico… Llega entonces a una mujer que responde: me dedico a criar a mis hijos. ¿Qué reacción automática en la mente de los escuchas provocará esa respuesta?
Observen este tuit aparecido este mismo verano en la cuenta del diario El País, referencia en España de lo que se debe o no se debe pensar: “He visto lo que la maternidad ha hecho con mis amigas. No quiero que esa vida se me lleve por delante lo que yo considero que tiene que ser mi vida”. Cada vez hay más mujeres que deciden no ser madres, no por infertilidad, sino porque no lo desean’.
El tuit lleva a una noticia titulada ‘Acercarse a los 40 y no tener hijos’: “Ya no sé si es que no quiero o no quiero porque no puedo ni planteármelo”, y debajo el diario sugiere la lectura de otras dos noticias: ‘No todas las mujeres tienen por qué ser madres: “¿Cómo puede ser que nos dé más miedo no tener hijos que tenerlos?” y “Parejas que eligen vivir separadas: “Qué bien estoy ahora. Cada uno en su casita. Enamorada, pero no esclava”. Si eso no ‘información prescriptiva’ no sabría cómo llamarlo.
Tener hijos es objetivamente difícil y devora tres de las cosas que más valora el hombre moderno: tiempo, dinero e independencia. Para vencer esa comprensible resistencia sería necesario que tener y criar hijos fuera una actividad de prestigio que confiriese un rango superior. Tener hijos debería ser percibido socialmente como un símbolo de status.
Un país que ejemplifica cómo puede funcionar esta elevación social de la madre, de la mujer con hijos, de la familia, es Mongolia.
Mongolia es en esto (como en otras cosas) un país peculiar: su tasa de fertilidad, por encima de la tasa de reposición (2,84 hijos por mujer) dobla e incluso triplica la de los países que la rodean y no ha dejado de crecer mientras la de sus vecinos se desplomaba. Mongolia tiene una renta percápita similar a los de los países de la zona y no es un país especialmente religioso.
Desde hace 68 años, el gobierno mongol concede a las madres la Orden de la Maternidad Gloriosa, lo que contribuye a elevar la condición de madre a los ojos de todos los ciudadanos y a construir una cultura fuertemente natalista.
Es el propio presidente de la república en persona el que, en una ceremonia pública muy seguida en el Palacio Presidencial, concede la Orden de la Maternidad Gloriosa de Segunda Clase a las mujeres con más de cuatro hijos, y de Primera Clase a las que tienen más de seis. La ceremonia tiene tanta importancia social que incluso se habilita a los consulados para que reproduzcan la concesión de la orden a las mongolas que viven en el extranjero.
Otro caso similar es el de la Georgia caucásica, que a mediados de la primera década de este siglo vio cómo se disparaba su tasa de natalidad, de 50.000 a 64.000 en solo dos años (un aumento del 28% que se mantuvo durante años), alcanzando la tasa de reposición. Y sin gastar un duro.
Al principio de ese periodo, Ilia II, patriarca de la popular Iglesia Ortodoxa de Georgia, anunció que bautizaría en persona y apadrinaría a todos los hijos terceros de cualquier familia. Y los georgianos quisieron alcanzar ese tercer hijo que tendría como padrino al propio patriarca.
https://ideas.gaceta.es/make-motherhood-great-again/?scroll-event=true
Me parece muy sensato lo que plantea Don Carlos Esteban. Un niño, guste o no, es un transtorno que rompe la rutina y el acomodo. Es, en mi opinión, también una bendición que nos va a dar tantas alegrías como disgustos. Hay quien piensa que no le compensa, pero hay que tenerlo para comprobar que no sólo compensa, sino que recompensa. Reconozco que ni el mundo, ni la sociedad, animan a tener niños... pero criarlos es una aventura y requiere valor.
ResponderEliminarEs el único riesgo que vale la pena correr en la vida. Un beso
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